viernes, 14 de abril de 2017

¿Tú qué eres: Anastasia o Conchita?

Cuando yo empecé a leer romántica, allá por los doce años, las protagonistas femeninas se derretían, se dejaban deslumbrar por el personaje masculino, que era idealizado, perfecto y te llevaba por un camino lleno de rosas; o ellas lo veían así, incluso aunque las hubieran raptado o violado al principio de la novela (sí, las he leído así, no hablo por hablar). Precisamente, y ya pasando de la literatura al cine, el otro día estuve viendo Titanic, una película que no me canso de ver pero que, con el tiempo, su historia de amor me va resultando cada vez más ñoña y pastelosa, además de irreal e increíble.

Ahora es cuando me decís que estoy de la olla y que tengo el romanticismo en el culo. Pero vamos a observarlo desde un punto de vista analítico y luego me dáis vuestra opinión: A ver ¿por qué una mujer deselvuenta como Rose, que se sienta a la mesa entre hombres de mundo, incluido su novio, y les da tres vueltas en cuanto a ingenio se vuelve una completa estúpida en cuanto se acerca a Jack? Sus conocimientos, sus años de universidad, su cultura, desaparecen para volverse una nena bobalicona que le ríe las gracias a un hombre que lo único que tiene es ser guapo (bueno, vale, y que pinta muy bien y a ella le chifla el arte). Ya, ya... Me vais a matar por lo que digo. Yo también he vivido años encandilada por Jack Dawson, pero de repente, mis ojos se abrieron el otro día al ver por enésima vez una de mis películas favoritas y me di cuenta de que, a día de hoy, ese tipo de personajes no deberían llegar al corazón de la mayoría de las lectoras.

Pero bueno, esta película, ambientada a principios del siglo pasado, cuando las mujeres éramos meros objetos que los hombres usaban a su antojo y que cada hija de vecino manipulaba como bien podía, se puede medio comprender; lo peor llega cuando ocurre en novelas actuales. Ahí ya no lo entiendo, de verdad; no me entra en la cabeza que aún sigan triunfando los buenorros que van de duros e insensibles y la dejan a una vomitando arcoiris a la menor de sus sonrisas (ya sea en la pantalla o descritas por la prosa de una escritora de romántica) en detrimento de otro tipo de hombres más amables y menos independiente, menos fríos, menos egoístas, menos... ¿machotes?

Pues yo me rebelo. ¡No me da la gana! Estoy harta de los hombres endiosados y las bobas; porque me repatean esta clase de tíos, aunque sean ficticios; porque se puede escribir una historia de amor sin que la mujer agache la cabeza. Nos tienen metido en el coco, desde que somos unas mocosas, que para amar a un hombre hay que darlo todo. ¡Ay, madre! Yo eso lo hice una vez y me quedé sin nada. Y no, no amé más a mi primer marido por haberle entregado todo que a quien es el amor de mi vida y al que le doy todo lo que soy y sin entregarme. De ahí que saliera mi nuevo lema: "Porque en el amor se puede dar el alma sin entregar la voluntad".



Así es como intento dibujar a mis personajes, y digo intento porque me da a mí que mi cerebro aún guarda resquicios y clichés del macho malote, pero intento ir desterrándolo de mis historias poco a poco, hasta que solo sea un mero recuerdo. ¿Y cuál ha sido la forma de hacerlo esta vez? La más radical. ¿Para qué voy a andarme con medias tintas? He cogido el personaje más detestado por mí y le he dado la vuelta a la tortilla. Sí, eres tú, Christian Grey, que intentas imponer a una mujer ajena a la comunidad "bedesemera" tu santa voluntad y encima a ella se le derrite el... (llámalo como quieras) por ti. Y así es como he dado vida a una mujer aterrada ante el hecho de volver a amar, una mujer a la que ya le destrozaron el alma y la dejaron sin nada (para lo cual no me he tenido que romper la cabeza para empatizar, como habréis adivinado); la misma mujer que se siente culpable por no entregarse por entero sin saber que ya lo está dando todo.

¿Por qué he usado el BDSM para simbolizarlo? Pues por lo que dije antes: para dar un giro de ciento ochenta grados al gran ídolo de tantas y tantas lectoras. ¿Qué pretendo con ello? Buscar a esas mujeres que se quedaron con las ganas de coger a ese imbécil y meterle la corbata en la boca para que dejara de obligar a comer a Anastasia como una madre pesada hace con un niño de cinco años, de ponerselo en las piernas y dejarle el trasero como un tomate murciano, de obligarlo a besar el suelo que pisan y arrastrarse a nuestros pies, de tantas cosas perversas para hacerle morder el polvo y agachar la cabeza... Sí, es posible que eso no fuera lo que pensábais hacer con Grey, pero yo... jejeje.

Y ahora, después de toda esta charla, te pregunto: ¿Tú qué eres: Anastasia o Conchita?

2 comentarios:

  1. Impresionante. Cuánta verdad. Yo me considero HOY Conchita absolutamente.Lo de dar sin entregar la voluntad es tan real. Yo creo que las mujeres que son Anastasia, en realidad, desean y se sienten satisfechas con entregar esa voluntad. Quizás para ellas encontrarse a sí mismas requiera ese transitar. Yo fui Anastasia alguna vez y solo cuando me cayó la ficha de que ya no lo quería ser más, pude darle lugar a Conchita. Antes hubiese sido imposible. Por eso, creo que todo se trata de un aprendizaje que tiene que ver con la educación, la cultura, los roles, y, por supuesto, la libertad de saber elegir qué es lo mejor para uno. Me encantó tu artículo. Vale la pena absolutamente. Gracias.

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  2. Gracias, marceredluz. Yo también he sido Anastasia, ¿quién de mi edad no la ha sido? Aunque, la verdad, me duró poco, porque el carácter de una persona no se puede encerrar, y digo persona porque ser mujer no significa que tengas que renunciar a tu propia personalidad. Eso ya pasó a la historia, a pesar de que hay algunos (y ALGUNAS, eso sí que es triste) que se empeñan en que todo siga como antes, pero esto ya es imparable, a pesar de que aún nos quede mucho camino por andar, un camino donde la debilidad de cada cual dependa de su propia personalidad y no de su sexo. Pero ¡ojo!, cuando digo debilidad no me refiero a que se deba despreciar a esa persona débil, sea mujer o sea hombre, sino a ayudarla a llegar al mismo nivel que los demás para que la plena igualdad sea posible.

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